Ante estos avances educativos, no tardaron en surgir voces contrarias a ellos, considerando la enseñanza femenina como algo inútil. Como es tónica habitual en la historia, las mujeres y quienes apoyaban sus aspiraciones tardaron en hacerse oír.
Evangelio de San Marcos. Primera página. Libro de Durrow
Entre los católicos, el Concilio de Trento (1545-1563) ya había iniciado su labor pedagógica para hacer llegar al mayor número de personas su doctrina, pero no fue hasta unas décadas después cuando se empezó a comprender el papel que podían desempeñar las niñas en el proceso de recuperación de fieles protestantes. Cada niña era una madre en potencia y, por lo tanto, una pieza principal en la difusión del Evangelio. De ahí la importancia que se otorgó a que tuvieran posibilidad de acercarse a la lectura del evangelio. El antiguo privilegio reservado a unas pocas se abrió para todas las capas sociales con el propósito de formar buenas madres cristianas.
Desde el comienzo del siglo XVII importantes personalidades femeninas se volcaron en la fundación de congregaciones de instrucción para niñas y su propagación por todo el mundo moderno. Mujeres como la inglesa Mary Ward pasaron a la historia por su labor de promoción de los Institutos, ayudada por congregaciones de Jesuitas. Otras órdenes, como las Hijas de la Caridad -conducidas por Louise de Marillac, principal colaborador de Vicente de Paúl- se distribuyeron por toda Europa para atender a los enfermos e instruir a las más jóvenes de cada región.